viernes, 4 de abril de 2008

Sobre la metafísica ontológica platónico-aristotélica

El motivo de la creación de este blog se basa en aprovechar de forma inteligente este medio —Internet— para tratar temas de índole muy heterogenia, pero todos ellos relacionados con el mundo del saber y de la cultura. La idea es crear un espacio de participación en los distintos debates y cuestiones que se planteen para poder aprender entre todos, y, principalmente yo mismo, que como ser humano que soy —de aquí mí firma— iré errado en muchos de los temas que trataré.
Hoy me gustaría recordar algunas teorías filosóficas, concretamente su concepción metafísica, de grandes personajes como lo fueron Platón y Aristóteles. Dentro del campo de la filosofía, es la metafísica la que analiza las cuestiones más profundas que se le plantean al ser humano como tal; es decir, como ente activo que interactúa con toda la naturaleza universal de la cual forma parte. Desde tiempos remotos —desde que nuestra especie adquirió la capacidad de raciocinar— el ser humano, en su toma de conciencia sobre sí mismo, fue invadido por una aterradora soledad. En el preciso instante en que su razón puso en dialéctica el Yo y un universo infinito y desconocido sintió la necesidad incomprensible e irracional de creer en algo más allá de la vida. Desde esos mismos tiempos inmemoriales, ese ser se preguntó las mismas cuestiones que hoy en día nos siguen trascendiendo y que escapan a los límites de nuestra naturaleza abandonándonos a la mera especulación. ¿Cuál es el objetivo de la vida? ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Por qué apareció la vida? ¿Nacemos de la nada para volver a ella? ¿No hay nada después de la muerte física? Estos interrogantes son los que han motivado las grandes creencias humanas, sean estas de carácter mítico, mágico o religioso. También han alicatado diversas líneas de pensamiento que han desembocado en muchas doctrinas o corrientes filosóficas. El progreso —término extremadamente controvertido— que sería en síntesis un postulado filosófico y científico, no deja de ser, a mi juicio, una contestación al misterio universal. Desde el homo sapiens hasta nuestros días, todo el conocimiento ha sido una tentativa de buscar respuesta a los fenómenos ignotos e incomprendidos para controlarlos o preverlos, también como una satisfacción intelectual de conocer el funcionamiento de las cosas. Todos los avances en los campos del saber, de las ciencias y de la tecnología, forman parte o son fruto del afán que subyace en todo ser humano por contemplar, reflexionar, experimentar y conocer los procesos naturales de la vida y del universo. Todo el conocimiento es así, en este sentido, la inquietud por desvelar lo incierto y encontrar un sentido a los procesos y a los comportamientos del mundo que nos rodea. Necesitamos aferrarnos a algo para ser felices, todos necesitamos creer en algo para no caer en lo que algunos llaman «depresión cósmica». El hecho de pensar que toda nuestra existencia en la tierra, nuestras vivencias, nuestros sentimientos y pensamientos, acabarán perdiéndose en la nada, mezclándose con el polvo cósmico… Imaginar que nuestra conciencia de ser, de todo lo que somos, se disipará en la nada y todos nuestros recuerdos más bellos e íntimos con ella, hace que nos interroguemos sobre el sentido del hacer como ser.
Ya desde la prehistoria los humanos crearon sistemas de creencias para dar una explicación a este fenómeno que ellos observaban en su entorno: la muerte. En los albores de la civilización, tanto en las tierras mesopotámicas como en las de la esfinge, los textos hallados ya nos muestran una gran preocupación por el trascender humano. Igual de sugerente e importante resulta el relato de Sinuhé; ya no por su importancia literaria y lingüística (tengamos en cuenta que hasta entonces las mayoría de estelas o tablillas conservadas tenían por contenido asuntos financieros y cuentas económicas) sino por su reflexión metafísica sobre la vida y la mortalidad del ser. Estos, son claros ejemplos de la notoria preocupación que desde antiguo invadía a los habitantes de nuestro planeta. Esta preocupación estará explicita o implícita en todos los periodos. En cada época y en cada lugar se reflejará, dentro de una corriente filosófica, o en alguna doctrina política o moral, este desasosiego sobre la vida y la muerte y su significado final; desde el epicureismo, pasando por el cartesianismo hasta llegar a las formas de nihilismo más modernas, etc. Siempre está presente este anhelo por comprender lo incomprensible mediante el conocimiento. Los antiguos griegos, y sobretodo, los atenienses, «ese pueblo de poetas y filósofos», en su fascinación por el estudio de la naturaleza trataron estas cuestiones ya desde los presocráticos, cuando estos se preguntaban cuál era el material elemental del que estaban hechos los seres y las cosas. Se le atribuye a Parménides de Elea ser el primero, —cinco centurias antes de la era cristiana— en usar conceptos metafísicos concernientes al ser. Entonces, pues, podemos considerarle el fundador de la ontología.
Nosotros profundizaremos en dos personajes fundamentales en la Historia del pensamiento: Platón y su discípulo Aristóteles. Sus aportaciones teóricas sobre filosofía, política y arte, entre otras, han cimentado buena parte del bloque intelectual y teológico de occidente (escolástica, neoplatonismo, humanismo, etc.). Podemos aducir a los griegos antiguos como fundadores de la filosofía clásica, la cual, durante largos siglos y con sus respectivas modificaciones —añadiduras y omisiones— ha ido llegando hasta nosotros días. Fueron los griegos quienes establecieron las bases de toda filosofía existente en la actualidad, aunque; evidentemente, se ha producido desde entonces un progreso en nuestras capacidades cognitivas y de aprendizaje sobre los fenómenos físicos y psíquicos. Como en tantos otros campos de la vida, la comunidad griega experimentó una época dorada, diría yo, irrepetible en la historia de la humanidad seguida de otras de gran importancia como las que citan algunos autores.
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La metafísica en Platón.

Como es ya sobradamente sabido, muchos de los libros de Platón hablan en boca de Sócrates, su maestro, el cual nada dejó escrito en vida. En los Diálogos de Platón; en el Fedón, el tema a discusión no es otro que el que hoy me ocupa aquí; es decir, la inmortalidad del alma. Y es un tema que se adecua al contexto en el que se desarrollan los hechos, pues son las últimas horas en este mundo de Sócrates. Este sabio poco tiene que envidiar a personajes posteriores como el nazareno Jesucristo, filósofo sin igual y excelente en el arte de la retórica, con su mayéutica podría haber inducido y eclipsado a los que lo condenaron para salirse con vida, y, aun así, prefirió morir y acatar la ley. Aunque no es el único libro donde Platón analiza estos temas, vamos a centrarnos en el Fedón, donde los seguidores de Sócrates le cuestionan sobre la pervivencia del alma después de la muerte, y Sócrates les ilustra respecto a dicho asunto. La metafísica en Platón adquiere la noción de dos «mundos». Este dualismo platónico se sigue encontrando en Plotino y el gnosticismo posterior que conformaran una de las formas del neoplatonismo. El mundo de las ideas o de lo inteligible alcanzable por medio de la inteligencia o la razón, y el mundo sensible o sensorial, formado por las imágenes distorsionadas que percibimos por los sentidos. El Fedón es uno de los primeros textos que nos llevan a la metafísica de Platón, que básicamente sería, además, la del mismo Sócrates. Para él, a un verdadero filósofo, nada debería inquietarle morir, puesto que la verdadera felicidad no está en el mundo terrenal o sensible, sino que se encuentra en el pensamiento. El cuerpo sólo es una cárcel que sucumbe a los deseos y a las pasiones, y no a las virtudes como la templanza. Aquí, a mi juicio, es donde se entiende claramente las similitudes que adquiere con la moral cristiana y otros tipos de espiritualismo. He aquí que las tesis de Platón y otros filósofos de la Antigüedad, fueran adaptadas por la escolástica y personajes tan influyentes como San Agustín o Santo Tomás de Aquino. Evidentemente, hasta los grandes pensadores de la época, creían en la divinidad. Su teodicea —intento de justificar la bondad de Dios—, se centraba en que el alma, después de la muerte corporal, pertenece a los Dioses (creadores y dueños) y, según haya obrado en vida o, mejor dicho, incorporada en el último cuerpo que había participado en vida, irá al Hades y allí será juzgada. Dependiendo del grado de maldad que haya tenido en vida, quedará retenida más o menos tiempo. En el Tártaro —que además de ser una deidad en Hesíodo, es un lugar tenebroso incluso más profundo que el Hades— es el lugar donde van a parar las almas malignas, es un lugar eterno lleno de sufrimiento. Así lo expone Sócrates: «…cuando llegan las almas, se juzga lo primero de todo si han llevado una vida justa o no. Aquellos que no vivieron ni enteramente criminales ni enteramente inocentes, son enviados al Aqueronte, donde embarcan en barquichuelas que los llevan hasta la laguna Aquerusíade, donde residirán y cumplirán penas proporcionales a sus faltas», y continúa diciendo que «los incurables a causa de la gravedad de sus faltas y que cometieron numerosos sacrilegios, asesinatos inicuos, violaron las leyes y se hicieron reos de delitos análogos, víctimas de la inexorable justicia y su destino final, son precipitados al Tártaro, del que jamás saldrán.».
[2] Las almas santas, —dice Sócrates—, los que han sido filósofos y justos, van a un lugar todavía más indescriptible, precioso y paradisíaco. Este sitio, nos es narrado someramente al final del diálogo, poco antes de la muerte del maestro. Añade Sócrates la idea de la metempsícosis, según la cual, dependiendo del resultado de su juicio pueden llegar a encarnar formas corporales de animales. Evidentemente, no sucede lo propio con las almas que se han regido por la filosofía y la vida ejemplar.
Ante las dudas sobre la existencia del alma, Sócrates entiende que tiene que ser la única manera de llegar al conocimiento de la verdad, pues todo lo que llega por nuestros sentidos puede conducirnos al error y la confusión. «—¿Qué diremos ahora de ciertas cosas Simmias? De la justicia, por ejemplo, ¿diremos que es algo o que es nada? —Diremos seguramente que es algo. —¿No diremos también lo mismo de lo bueno y lo bello? —Sin duda. —Pero, ¿lo has visto alguna vez con tus propios ojos? —Nunca.».
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Para explicar la pervivencia del alma después de la muerte, Sócrates parte de las ideas filosóficas pitagóricas de la estancia del alma en los infiernos y de cómo vuelve a la vida. Para Sócrates, esto se convierte en la axiomática deducción evidente de que el alma existe después de la muerte y que por lo tanto, lo vivos nacen de los muertos. Así pues lo afirma cuando dice que «es una creencia muy antigua que las almas al dejar este mundo, van al Hades y que de allí vuelven al mundo y a la vida después de haber pasado por la muerte. Se deduce, necesariamente, que durante este intervalo están las almas en los infiernos porque no volverían al mundo si estuviesen en él, y esto será una prueba suficiente de que existen, si vemos claramente que los vivos nacen de los muertos».
[4] Para explicar este hecho aporta una teoría de la «dualidad» o de los contrarios. Según esta teoría todo nace de su contrario; es decir, para que su sentido de existencia tenga sentido debe contraponerse a su contrario. En el Fedón expone algunos ejemplos: «…así se verá que todas las cosas nacen de sus contrarios, cuando los tienen. Así pues, lo bello es lo contrario de lo feo, lo justo de lo injusto, y lo mismo con una infinitud de cosas. Veamos pues que las cosas que tengan su contrario nacen de de éste, lo mismo que cuando una cosa aumenta es preciso de toda necesidad que antes fuera más pequeña para adquirir después aquel tamaño. Y cuando disminuye es preciso que antes fuera mayor para poder disminuir más tarde. Lo mismo que lo más fuerte procede de lo más débil y lo más rápido de lo más lento. Y cuando una cosa empeora es porque antes era mejor».[5] Entonces, siguiendo este razonamiento y teniendo a sus oyentes encaminados pregunta a uno de ellos lo que parecía evidente que fuera a preguntar: «—¿La vida misma no tiene su contrario, como la vigilia tiene al sueño? —Sin duda –respondió Cebes. —¿Y cuál es ese contrario? —La muerte.».[6] Aquí Sócrates —a mi modo de ver— parece usar este silogismo lógico para hacer ver la verdad de sus razonamientos; esto es, si partimos de las premisas que, a) Todo nace de su contrario, b) Lo contrario de la vida es la muerte y lo contrario de la muerte es la vida, por tanto, como conclusión tenemos: c) La vida nace de la muerte y la muerte nace de la vida. Aparentemente, parece tan lógico como absurdo y no queda claro —de momento— si Sócrates hace uso de una especie de sofisma o paralogismo, o en realidad tiene que ser así por irrefutable. Aunque, desde nuestra visión empirista, aunque sea lógico, al no poder ser demostrado o comprobado, nos quedaría como un axioma. Como la evidencia axiomática de que la realidad exterior existe independientemente del Yo, o como la axiomática evidencia de que existe un núcleo terrestre —a pesar de que nadie haya llegado a él— a partir de estudiar micro-estructuras atómicas y aplicando esas mismas leyes al macrocosmos. Resultaría algo parecido, pues que yo tenga conocimiento, nadie ha hecho un crucero por el Hades observando a las almas esperar su turno para volver a la cáscara terrestre. También resulta obvio que, con los avances científicos actuales, especialmente en el campo de la bioneurología, existen serias dudas de que exista algún tipo de esencia o ente espiritual en nosotros. Eduard Punset cita las palabras de Zimmer cuando explica que «en las culturas antiguas como la egipcia, creían que el alma residía en el corazón, igual que Aristóteles, el cual veía ese órgano como motor y centro de la vida y donde se ubicaba nuestra personalidad y nuestros recuerdos».[7] Hoy, gracias a las resonancias magnéticas y otras tecnologías podemos ver que zonas del cerebro se activan cuando experimentamos determinados sentimientos o pensamientos. Por tanto el debate de la existencia del alma estaría bastante ganado, y el tema que tratamos aquí quedaría como algo absurdo y literario desde el punto de vista científico —que no de la religión, la teología o la filosofía— ya que, lo más lógico, en vez de creer en el alma o en una vida más allá de la física, es pensar lo que ya venía argumentando desde un principio; esto es, la no-existencia de algo inmaterial en nosotros, lo que conllevaría, después de nuestra vida física a una desintegración de nuestros átomos, de nuestra materia y de nuestra energía, la cual se transformaría o se agregaría a otras estructuras materiales, pues la energía —y la materia es energía— ni se crea ni se destruye. Si nuestros recuerdos y nuestros sentimientos, igualmente nuestra inteligencia y todo nuestro saber total, residen en el cerebro y no en un ente inmaterial, también después de la muerte física desaparecen. Pero no nos pongamos serios o tristes —aunque no haya motivos transcendentales para vivir con ilusión, vamos a vivir la vida con ironía— y volvamos a Sócrates y sus teorías del alma.
En ese punto es cuando Sócrates añade otra prueba sobre su razonamiento de que los vivos nacen de los muertos, y está estrechamente relacionada con la teoría de las ideas de Platón; esta es la reminiscencia. Según él, la ciencia (episteme) o el saber no es otra cosa que recordar, y el recordar supone un conocimiento anterior, y sí podemos recordar cosas que no hemos conocido en esta vida es prueba de de que nuestra alma ha existido en una vida anterior. Por ejemplo, las ideas abstractas del bien o del mal, no las podemos aprender cuando nacemos pero enseguida comprendemos que una cosa es buena o mala. Y a mi me viene a la mente el debate entre distintas ciencias sobre el lenguaje. La antropología estructural y los lingüistas, entre muchos otros, debaten sobre como los niños pequeños comprenden y aprenden a usar el lenguaje de manera «lógica» cuando no han estudiado su estructura gramático-semántica y algunos lingüistas como Chomsky están llegando a conclusiones como que de forma innata en nuestro cerebro existen ya unas estructuras lingüísticas muy básicas y elementales que nos permiten comprender lo que oímos y crear estructuras lógicas sin haberlas aprendido —de forma inconciente. De todas formas, esta teoría que Sócrates expone de la reminiscencia, hoy podría ser explicada por las estructuras genéticas que transmiten parte de la información de padres a hijos.
Sócrates además, habla de la existencia de las ideas en sí mismas y explica así que «con la reminiscencia un hombre al ver u oír una cosa o al percibirla por otro cualquiera de sus sentidos no solamente conoce esta cosa que le ha llamado la atención, sino que además piensa en otra que no depende de la misma manera de conocer sino de otra».
[8] Y se abre aquí otra discusión entre Sócrates y Simmias:
«—Digo, por ejemplo, que el conocimiento de un hombre es uno y otro el conocimiento de una lira. —Efectivamente –afirma Simmias. —¡Pues bien! ¿No sabes lo que les pasa a los amantes cuando ven una lira, un vestido o algo de lo que sus amores tienen la costumbre de servirse? Pues reconociendo esta lira acude en seguida a su pensamiento la imagen de aquél a quien pertenece. He aquí lo que es la reminiscencia».
[9]
Según Sócrates, entonces la reminiscencia se produce tanto por cosas parecidas como diferentes. Esto, como decía, va muy ligado a la teoría de las ideas y a la cierta carencia que las cosas sensibles padecen en relación a las inteligibles. Entonces, las cosas sensibles quieren equipararse a las cosas inteligibles pero no lo consiguen y nosotros, con los sentidos, sólo podemos ver una falsa representación. Lo que es superior a ellas es la sensación de esa cosa, la esencia; es decir, la idea.
A partir de ahí, la formulación de los contrarios y la de la reminiscencia debemos añadirle otra que le sigue en discurso de Sócrates: la oposición entre lo simple y lo compuesto. Esta cuestión se abre cuando Simmias y Cebes todavía barajan algunas dudas en su mente y, el primero, le expone la cuestión de la lira. Simmias intenta cuestionar los argumentos del maestro diciendo que «podría decirse lo mismo de la armonía de una lira, de la lira misma y de sus cuerdas; que la armonía de la lira es algo invi­sible, inmaterial, bello y divino; que la lira y sus cuerdas son cuer­pos, materia, cuerpos compuestos, terrestres y de naturaleza mor­tal. Y si hiciera pedazos la lira o rompiera sus cuerdas, ¿no habría quizá alguien que con razonamientos parecidos a los tuyos pudie­ra sostener que es preciso que esta armonía subsista y no perezca? Porque es imposible que una vez rotas sus cuerdas pueda subsis­tir la lira, y que las cuerdas, que son cosas mortales, subsistan des­pués de la rotura de la lira, y que la armonía, que es de la misma naturaleza que el ser inmortal y divino, perezca antes que lo que es mortal y terrestre; pero es absolutamente necesario, diríase, que la armonía exista en alguna parte y que el cuerpo de la lira y las cuerdas se corrompan y perezcan enteramente antes de que aqué­lla sufra la menor lesión. Y tú mismo, Sócrates, te habrás dado cuenta seguramente de que pensamos que el alma es algo parecido a lo que te voy a decir: nuestro cuerpo está compuesto y manteni­do en equilibrio por el calor, el frío, lo seco y lo húmedo, y nues­tra alma no es más que la armonía que resulta de la justa mezcla de estas cualidades cuando están combinadas y muy de acuerdo. Si nuestra alma no es más que una especie de armonía, es evidente que cuando nuestro cuerpo está demasiado agobiado o en tensión por las enfermedades o por otros males, es necesario que nuestra alma, por divina que sea, perezca como las otras armonías que consisten en los sonidos o que son el efecto de los instrumentos, mientras que los restos de cada cuerpo duran todavía bastante tiempo antes de que los quemen o se corrompan. Esto es, Sócrates, lo que podríamos responder a estas razones, si alguno pretendiera que nuestra alma, no siendo más que una mezcla de las cualidades del cuerpo, perece la primera en lo que llamamos la muerte».
Sócrates explica entonces la diferencia entre lo simple y lo compuesto. Para él, lo único disoluble y perecedero es lo compuesto, pero, la duda de simmias es; concediendo la idea de que el alma conoce cosas antes de llegar a la tierra, ¿cómo, si es armonía —y ésta surge de lo compuesto y perece con él—, puede haber precedido las cosas de esta tierra? Entonces Sócrates le arrebate argumentando que el alma no puede compararse a una simple armonía.
«—¿No es propio de la armonía el preceder a las cosas que la componen, pero sí de seguir-las? —convengo en ello. —Entonces, ¿será preciso que la armonía tenga sonidos, moviemiento y otras cosas contrarias a las cosas que se compone? —Es seguro. —¿Pero toda armonía, –sigue Sócrates– no está en el acorde? —No entiendo bien –dijo Simmias. —Pregunto que sí, según sus elementos estén más o menos acordes la armonía no existirá más o menos. —De seguro. —¿Y puede decirse del alma que un alma será más o menos alma que la otra? —De ninguna manera.».
[10] Intenta hacer ver Sócrates que, si un alma no puede ser más alma que otra, ¿como se entiende que se diga que hay almas con virtud y otras susceptibles al vicio y a la perversidad? Si el alma fuese armonía, sería contradictorio decir que el alma de unos es menos armónica que la otra, o decir que sus acordes son imperfectos y producen disonancia, porque si la armonía requiere que sus componentes estén acordes, lo desacorde o disonante no puede ser armonía propiamente dicha. Si el alma fuese armonía no habría ningún alma mala y todas serían buenas. Además, la armonía se produce de la composición de unas partes que rigen esa armonía y cuando estas perecen, la armonía con ellas. En cambio —dice Sócrates— con el alma pasa al revés, no son las partes de nuestro cuerpo las que en conjunto rijan al alma como la lira, por su disposición, a la armonía. Porque, según Sócrates, es el alma la que gobierna a nuestro cuerpo: «¿No vemos ahora que el alma hace todo lo contrario? ¿Qué gobierna todas las cosas de que se pretende está compuesta, las resiste durante casi toda su vida reprimiendo los deseos corporales? Cuando el cuerpo tiene sed, ¿no le impide el alma beber o comer cuando tiene hambre y otras mil cosas análogas donde vemos la manera manifiesta como el alma combate las pasiones del cuerpo? —Sin duda –asiente Simmias.».[11] Así pues, Sócrates, arrebate y anula el ejemplo de Simmias y sigue siendo plausible que el alma exista antes que el cuerpo.
Es, desde mi punto de vista, cuando llega a este momento que el desarrollo del razonamiento sobre la pervivencia del alma llega a su límite, llega a su parte más delicada. Le queda responder a la duda de Cebes. Éste cree que el alma, aunque vuelva a la vida después de pasar por los infiernos, no significa que sea inmortal y que como una enfermedad, vaya denigrándose hasta perderse para siempre en la nada. Esto nos lleva a la pregunta primera de la filosofía sobre la naturaleza de las cosas físicas y la metafísica. ¿Por qué causa nacen y crecen las cosas? Aquí Sócrates hace uso de su procedimiento y de la teoría de las ideas para responder indirectamente.
Sócrates argumenta sobre las cosas que son por ellas mismas, no en relación con otras. Por ejemplo, la pequeñez de una cosa no puede considerarse en comparación de la grandeza de otra, lo que determina el tamaño de una cosa es la magnitud. La idea de magnitud no puede ser grande y pequeña al mismo tiempo. Sócrates explica que hay ideas «universales» y que por ejemplo, una flor es bella porque participa del principio belleza. Según Sócrates, un contrario no puede convertirse nunca en su contrario: si al frío se le añade calor, ese frío huirá o desaparecerá para dejar solamente el calor. Pero sigue explicando que hay cosas que, aún no siendo contrarias excluyen: «—¿No es lo impar la idea que lo constituye? La idea contraria a lo impar, ¿no es lo par? —Sí. —¿La idea de lo impar no se encuentra nunca, pues, en lo impar? —Sin duda. —¿El tres es pues, incapaz de lo par? —Incapaz. —¿Por qué el tres es impar? —Por esto. —He aquí, pues, lo que queríamos determinar: que hay ciertas cosas que no siendo contrarias a otras se, excluyen, sin embargo, a esta otra por lo mismo que si le fuera contraria; como el tres que aunque no sea contrario al número par, no lo admite; lo mismo con el dos que lleva siempre algo contrario al número impar, como el fuego al frío y otros varios. Piensa, pues, si no te agra­daría hacer la definición en esta forma: no solamente lo contra­rio no admite a su contrario, sino además todo lo que lleva con­sigo un contrario, al comunicarse a otra cosa, no admite nada contrario a lo que lleva consigo. Piénsalo bien, todavía, porque no está de más el oírlo varias veces. El cinco no admitirá nunca la idea del par, como el diez, que es su doble, no admitirá jamás la idea de lo impar; y este doble, aunque su contrario no sea lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo impar, lo mismo que las tres cuartas par­tes, ni el tercio ni todas las demás partes admitirán nunca la idea del entero, si me escuchas y estás de acuerdo conmigo. —Te sigo maravillosamente y estoy de acuerdo contigo. —. Si me preguntas qué es lo que hace impar a un número, no te contestará que la imparidad, sino la unidad, y lo mismo de otras cosas. —Lo entiendo perfectamente. —Respóndeme, pues, continuó Sócrates: ¿qué es lo que hace que el cuerpo esté viviente? —El alma. —¿Es siempre así? —¿Cómo podría no serlo?, –dijo Cebes. —¿Lleva el alma, pues, consigo, la vida a todas partes donde penetra? —Seguramente —¿Existe algo contrario a la vida o no hay nada? —Sí, hay algo. —¿Qué? —La muerte. —El alma no admitirá, pues, nada que sea contrario a lo que ella siempre lleva consigo; esto se deduce necesariamente de nuestros principios. —La consecuencia no puede ser más segura, –dijo Cebes. —¿Y cómo llamamos a lo que jamás admite la idea de lo par? —Lo impar. —¿Cómo llamamos a lo que jamás admite la justicia y el orden? —La injusticia y el desorden. —Sea. —Y a lo que jamás admite la idea de la muerte, ¿cómo lo lla­mamos? —Lo inmortal. —¿El alma no admite la muerte? —No. —¿El alma es, pues, inmortal? —Inmortal. —¿Diremos que esto está demostrado o encontráis que toda­vía le falta algo a la demostración? —Está suficientemente demostrado, Sócrates. —Y si fuera necesario que lo impar fuera inmortal, Cebes, ¿no lo sería también el tres? —¿Quién lo duda?...».
[12]Así justifica por esta deducción Sócrates la inmortalidad del alma. Sus contertulios no pueden más que aceptar los «sabios» razonamientos de su maestro. Es una historia emocionante la que narra Fedón. Quién sabe si realmente fue así, pero —no es que sepamos mucho más de las palabras de Jesucristo y bien que medio mundo cree en sus palabras y su vida— es admirable, la serenidad de Sócrates horas antes de su ejecución y el interés que pone en la conversación y en resolver las dudas de sus discípulos. El relato de la muerte de Sócrates finaliza cuando éste toma la Cicuta y sus partes anatómicas van paralizándose poco a poco. Cabría pensar que en un arquetipo como Sócrates usaría sus últimos alientos de vida para decir alguna frase subliminal o trascendente —incluso enigmática—, pero su última voluntad dirigida a Critón fue: «debemos un gallo a Asclepio, no te olvides de pagar esta deuda». En cierto sentido, quizás tenga más significación que la que aparenta, o quién sabe si estaba tan seguro de que existía algo después de la muerte física que su frase no fue otra que la que podía decir cada noche antes de acostarse… Porque Sócrates era de los que creía que el canto del cisne no es un canto de tristeza, sino más bien de sublime esperanza en la vida bienaventurada e inmortal.

Metafísica en Aristóteles.

Para no hacer excesivo el artículo, no me extenderé mucho más con la metafísica aristotélica. Intentaré explicar someramente —y en la medida en que yo pueda entender— los puntos básicos de sus teorías. En Acerca del alma se trata, en parte, la ontología de Aristóteles.
Aristóteles posteriormente acabaría criticando algunos puntos del Platonismo como la idea de dos mundos —el de las ideas o inteligible, y el de las imágenes que recibimos por los sentidos— puesto que no da una explicación coherente de la relación existente que une a las cosas sensibles con las ideas. Y aunque Aristóteles no reduce sus explicaciones al plano de la física u afirma la existencia de seres no expuestos a lo sensible (las esencias) sí que rompe con Platón y el carácter trascendental y separado de su mundo de las ideas. Aristóteles explica la existencia del ser de la siguiente forma: Cada uno de nosotros somos distintos, yo soy buena persona, él es mala persona, a veces ellos son amigos y eso es bueno. Es decir, cada cosa es diferente a otras, pero lo que aúna a todas ellas —hasta a las que son contrarias entre sí— es que todas son. Son simplemente, y esa causa primera es lo que tienen en común. Pero entonces, Aristóteles, se pregunta si este ser que todas las cosas poseen es idéntico. Aquí aplica un sistema estructural basado en la lingüística y la gramática para explicarlo. Según Aristóteles todas las significaciones del ser se deducen del análisis de las proposiciones copulativas. Esta estructura gramatical es siempre la misma se basa en un sujeto y un predicado —enlazado por la proposición copulativa— pero no todos los sentidos del ser son iguales. Por ejemplo; entre las idénticas estructuras de: «Aristóteles es un humano» y «Aristóteles es despistado» al preguntar al predicado acerca del sujeto no se refieren a él del mismo modo. En la primera deberíamos preguntar «¿Qué es Aristóteles?» y la respuesta sería «un humano», en cambio, en la segunda deberíamos preguntarle «¿cómo es Aristóteles?» y nos responderíamos: «despistado». La diferencia radica en que Aristóteles no puede dejar nunca de ser hombre y sí puede dejar de ser despistado si se lo propone. Esto —según Aristóteles— es lo que llamaríamos la esencia del sujeto. Así pues lo entiende cuando dice que «queda expuesto, por tanto, de manera general qué es el alma, a saber, la entidad definitoria, esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo».
[12] Lo que define al sujeto «Aristóteles» es que es «humano» por esencia. Queda claro, pues, que ser despistado no define la esencia de Aristóteles ya que, como he dicho, puede dejar de serlo si se lo propone, entonces sería un accidente del sujeto. Entramos aquí a hablar de lo que para Aristóteles son categorías. Existen según su criterio diez categorías empezando por la primera, la esencia, seguida de la cantidad, la cualidad, la relación, el lugar, el tiempo, la situación, la posesión, la acción, y la pasión.
La primera, la esencia o ousía significa la sustancia o entidad
[13] y es la que responde a la pregunta «¿Qué es tal cosa?». Todas las demás no podrían existir por ellas mismas sin este principio esencial o sustancia; para poder ser deben ser accidente de un «sujeto sustancial». Para decir que algo es suave, grande, o caro, debe existir ese algo al que se le puedan atribuir estos predicados que modifican al sujeto o lo exponen a acciones y cualidades concretas.
Pero Aristóteles va más allá y distingue entre dos tipo de ousía: una protousía que hace referencia al ser individual concreto, que existe por él mismo, y una segunda ousía que haría referencia a los géneros y especies a la que pertenece esta entidad o sustancia. Por ejemplo; en «Aristóteles es un hombre», hombre designaría un género al sujeto Aristóteles. Igual que en «Rex es un perro policía», Rex sería el sujeto —como antes Aristóteles—, la ousía primera, y después «es un perro» estaría clasificando o determinando su género-especie, la ousía segunda, pues que sea un perro es independientemente de sus rasgos o accidentes. No por ser más grande o más pequeño, más bueno o más malo, dejará de ser más o menos «perro».
De todas formas, se insiste en que el ser en sí mismo no es un género. Las categorías y las formas del ser pueden ser muchas, pero el ser en sí, jamás puede ser un género puesto que si lo fuera conllevaría diferencias y éstas ya no serían ser. Es entonces cuando se pregunta cómo se puede estudiar científicamente el ser en cuanto ser si no es un género, y Aristóteles dice que sí puede haber ciencia del ser si tenemos en cuenta que el ser remite a la cuestión por la esencia o la sustancia misma primera en que se adhieren todas las demás categorías. Llegados a este punto, Aristóteles formula la teoría hilemórfica.
Aquí es —a mi entender— donde Aristóteles se desmarca del «idealismo» de su maestro Platón, para colocar las cosas en este mundo. Según el estagirita, la ousía o sustancia primera está compuesta de dos elementos básicos: la materia y la forma. Ésta última es lo que conforma la esencia del ser, ya que es la forma lo que determina a ese ser concreto. Aún así, la forma no sería posible sin la materia que es el elemento que conforma la sustancia. Vemos por tanto en esta teoría, como se nos dice en el prólogo de Acerca del alma, «la posibilidad de una conclusión monista y más concretamente un monismo materialista: ¿no habrá de concluirse que la única entidad real es la materia, sustrato último de todas las determinaciones reales y por consiguiente, sujeto última de toda predicación?».
[14] Evidentemente, la materia por si misma, sin forma alguna, es indeterminada, imperceptible e incognoscible. Está claro que la materia que constituye una mesa —madera— estará de igual forma en los árboles o en la casa de campo, lo que variará será su forma, que es la que determina y conforma la materia. Resulta evidente pues que, tanto la materia como la forma deben ir siempre unidas. Este binomio o conjunción entre materia-forma constituye la unidad sustancial o ousía, la cual será al mismo tiempo determinada circunstancialmente de un modo o de otro según sus categorías o accidentes.
De esta manera —que he expuesto de forma tan simple y parcial por mi reducida capacidad de comprenderlo de forma más amplia— explica Aristóteles la composición del ser, su ontología. Las características del ser en cuanto ser.

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[1] Jhon, Stuart Mill, Sobre la libertad. Buenos Aires, Ed. Aguilar, 1968. p. 88. «Europa ha podido contemplar varias épocas brillantes: la primera inmediatamente después de la Reforma; podemos considerar otra, si bien limita al continente y a la clase más cultivada, a raíz del movimiento especulativo de la segunda mitad del siglo xviii; y una tercera, de más corta duración aún, en tiempo de la fermentación intelectual de Alemania, con Goethe y Fichte a la cabeza».
[2] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos (Górgias, Fedón y El Banquete), Madrid, Edimat Libros, S.A., p. 602.
[3] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 546.
[4] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 551.
[5] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 552.
[6] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 553.
[7] Eduard Punset, El alma está en el cerebro: radiografía de la máquina de pensar, Madrid, 2006, Santillana Ediciones Generales, S.L., pp. 13 y 14. Este divulgador científico nos muestras las teorías y descubrimientos más importantes de las personas más destacadas y expertas en el tema de la neurología, la fisiología, la biología y la bioquímica, y nos demuestra que casi con toda seguridad, el alma no sería otra cosa que el cerebro, y nuestras emociones «tormentas de átomos y descargas neuronales».
[8] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 555.
[9] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 556.
[10] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 579 y s.
[11] Platón, ObraSelectas, La República y Diálogos..., p. 580 y s.
[12] Aristóteles, Acerca del alma, Madrid, 1978, Editorial Gredos, S.A., p. 169.
[13] Aristóteles, Acerca del alma…, p. 100. En la introducción se nos dice que «la palabra griega ousía generalmente suele traducirse por «sustancia» y que nosotros traduciremos siempre por «entidad».
[14] Aristóteles, Acerca del alma, Madrid…, p. 105.